viernes, 13 de junio de 2014

Basilio Pujante en una antología de microrrelatos futboleros

Un relato de nuestro compañero Basilio Pujante ha sido incluido en la antología Fútbol en Breve, editada en México y
coordinada por Aldo Flores. El libro se puede leer en este enlace en su versión cibernética y pronto saldrá en papel. 


El microrrelato de Basilio, titulado "Anacronismo" aparece en la página 132 y os lo reproducimos a continuación. 

ANACRONISMO

El pibe nació raquítico y a pique estuvo de no cumplir la mayoría de edad. En varias ocasiones la gripe le dejó al pie de la tumba, pero su madre se bancó y lo sacó adelante con cariño y leche condensada. Vivían en una casucha en mitad de la Pampa por donde no pasaba ni la diligencia. La madre logró que el pibe llegara a los dieciocho con buena salud, pero tenía las manos pequeñas como un chancho y apenas alcanzaba las tres varas de altura. Logró también, era una hembra de carácter, que el señor le diera trabajo en su hacienda, donde lo pusieron al cuidado del huerto. Sus manitas de pibe no eran capaces de domeñar un potro, pero se esmeraba en el cultivo de las dalias y de los duraznos.
El pibe, al que los vecinos tenían por mudo, sorprendió a todos cuando se casó con la Antonella, tremenda mina italiana que acababa de llegar de Buenos Aires y que aún no manejaba el castellano del todo bien. En el boliche hacían bromas los muchachos con ello y apostaban a que la Antonella no entendió bien las pocas palabras que el pibe le decía y que ella lo tomó por poeta, o por rico, quién sabía.
El caso es que se compraron una casita junto a la hacienda y, pasando mil y un trabajos, la Antonella y el pibe vivieron juntos treinta años enamorados y felices en su pobreza de Pampa y sequía. Al treinta y uno, una mala fiebre se llevó a la Antonella, que aún seguía siendo una hembra silbada por los muchachos y el pibe se quedó solo con dos hijas que pronto se habrían de casar.
La tristeza fue su único compañero en esos días y cuando, harto de trabajar, se retiró del huerto del señor, no le quedaba más que un recuerdo agrio de la carne de durazno de la Antonella. Para su suerte, su hija lo hizo pronto abuelo y entretuvo sus últimos años cuidando al nietecito, que había nacido raquítico como él y al que el doctor Brown tuvo que salvar un par de veces. El pibito era chico y endeble como el abuelo y éste pareció verse reflejado en él cuando gambeteaba alrededor de su mecedora pegándole patadas a una pelota hecha con trapo. El pibito era hábil con la bola y le contó al abuelo que en el colegio jugaban a un deporte nuevo que un cura inglés había traído a la provincia: el football. El abuelo resoplaba y le decía que lo único bueno que habían traído los gringos había sido el ferrocarril y que aún no llegaba hasta aquel rincón.

Con el recuerdo de la Antonella y con las lágrimas del nietecito, nuestro pibe se fue para el otro mundo como había vivido: sin gritos y sin alzar la voz.  Lo enterraron sequito como un jilguero y los sepultureros afirmaban que capaz que no llegaba a los cuarenta kilos de peso. El pibito, que comenzó pronto a echar de menos a su abuelo, iba muchas tardes con su pelota de trapo al camposanto y, al igual que antes alrededor de su mecedora, gambeteaba ahora en círculos junto a su tumba, que sólo tenía una lápida pobre que ponía un nombre y dos fechas: Lionel Messi, 1820-1889. 

No hay comentarios: