Nuestro compañero Alberto ha debutado como articulista en la web Teleprensa. Os reproducimos en este post el artículo, que también podéis leer
en este enlace.
Siempre he huído de las personas que, pudiendo decir las cosas de una manera sencilla y concisa, se empeñan en utilizar tecnicismos complejos que codifican su mensaje sólo para unos pocos. Si algo importa en esta vida debe decirse en alto y de forma clara, y eso, precisamente, es lo que hicieron hace algunos años en Murcia, Francisco Brines y Antonio Tabucchi. Recuerdo que ambos, poeta y novelista respectivamente, realizaron en el espacio de una semana un buen elogio de la literatura de la manera más eficiente: huyendo de los tecnicismos más académicos para llamar a las cosas que importan por su nombre.
La literatura y la vida son dos cosas bien diferentes y si se pudiera elegir, como dijo Tabucchi, entre hablar del amor o hacerlo, desearía hacerlo muchas veces. Porque la vida no debe perderse en exceso tratando de describir su belleza presente si se puede vivir. Sin embargo, tanto Brines como Tabucchi coincidieron en que, esta vida por sí sola en insuficiente. Su temporalidad, no siempre administrada con justicia, la hace demasiado corta, finita, incompleta, de ahí la eterna búsqueda del hombre (y del artista) de algo que la trascienda, la supere, la haga infinita.
La literatura consigue hacer de nuestra única realidad un prisma infinito lleno de infinitas posibilidades: Cervantes fue al mismo tiempo Alonso Quijano, Flaubert, Emma Bovary y Goethe el mismo Fausto. La Teoría de los Mundos Posibles, despojada de tecnicismos, viene a revelar algo muy simple y, al mismo tiempo, enriquecedor: la literatura, a través de la verosimilitud, es capaz de crear una infinitud de realidades, espacios, tiempos y vidas posibles.
La poesía (la literatura entera) es cosa de drogadicción, dijo Brines, de autodrogadicción diríamos nosotros, no por lo que tiene de nocivo, sino por su capacidad adictiva y alucinógena.
También a esto se refirió Tabucchi, la literatura viene a demostrar que la vida es insuficiente; el acto (la vida) en sí no puede serlo todo, ya que su potencia (la literatura) es infinita. Esto explicaría por qué todos los holocaustos del mundo nunca empezaron por las personas, sino por los libros.
Pero, ¿para qué sirve la literatura? Su finalidad más natural es escribir acerca de lo que se desea o de lo que ya hemos perdido, pero existen múltiples motivos. ¿Se escribe porque tenemos miedo de la muerte?, ¿o no se escribe porque tenemos miedo de la vida? Planteó Tabucchi. Una cosa está clara, y aquí coinciden ambos escritores: el compromiso del artista no está tanto en lo político o en lo social, cuanto en la sinceridad de las palabras. No se puede escribir (solamente) por compromiso social o por obligación, finaliza Tabucchi y yo, con él.