sábado, 6 de abril de 2013

El Principito, 70 años después


ÁLVARO PINTADO GONZÁLEZ 

Escuchamos a menudo de boca de médicos y nutricionistas que somos lo que comemos. Estoy de acuerdo, aunque no sólo. Casi o tanto más importante que eso es recordar que también somos lo que leemos, lo que pensamos y, sobre todo y en mi caso, lo que escribimos. No hay forma posible de entenderse sin escribirse. O al menos eso creo. Del mismo modo que no hay forma posible de dar solución a una ecuación compleja sin plasmarla esquemáticamente sobre un papel. Andaba yo cavilando en esto cuando he leído varios tuits que me informaban de la celebración, este sardinero 6 de abril de 2013, del 70 aniversario de la publicación de ‘El principito’. Obra totémica del escritor-aviador-aventurero francés Antoine de Saint-Exupery, el libro parecía destinado al principio al público infantil. Pero nada más lejos de la realidad. No me voy a detener en explicar el porqué, basta hacer una breve consulta en la web para encontrar decenas de artículos que lo explican con detalle y suficientemente bien. Lo único que me interesa aprovechando la excusa comercial de su septuagésimo aniversario es rendirle un breve y particular homenaje.  
            Desde que tengo uso de razón (lo cual no es muy lejano en el tiempo) ‘El principito’ ha estado siempre en mi memoria. Quizá porque de algún modo lo he visto siempre como una suma de aforismos, un esqueleto de frases sueltas que componen un pequeño cuerpo, el del principito, que encierra una sabiduría humana y sencilla. Quizá también porque está escrito, precisamente, con una sencillez que asombra. Quizá porque (al margen de la archiconocida “sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos”) nunca he leído metáforas tan bellas como ésta: “Qué planeta tan extraño. Es completamente seco, puntiagudo y salado. Y los hombres no tienen imaginación. Repiten lo que se les dice… En el mío tenía una flor: ella siempre hablaba la primera.” Quizá (y os prometo que es mi último quizá) porque lo he leído varias veces y cada vez que vuelvo a él acabo subrayando un nuevo párrafo. Al menos cuatro quizás son todos mis argumentos. Bueno no, miento. Hay uno más. Guardo con celo -como un pequeño tesoro sustraído a su dueño- la única edición de la que dispongo de este cuento. Se trata de una cuidada edición bilingüe (en español y francés) que incluye notas de autor y que está destinada al público infantil con sus respectivos dibujos. Es una edición de 1977 que, por alguna razón que desconozco aunque intuyo, acabó en mi pequeña librería hace ya más de una década. Su procedencia: mi primo José Manuel Frutos. Él era su dueño hasta que acabó primero en manos de mi hermana y, por último y definitivamente, en mis estantes. Estoy seguro que ese trasvase librero se produjo del mismo modo que se produce, entre familias, el trasvase de ropa: jerséis que se quedan pequeños, uniformes de colegio que traspasan generaciones o camisas que ya no encajan en cuerpos adolescentes. Es muy probable que este libro de ‘El Principito’ acabara en mi poder así. El caso es que lo guardo, como ya he dicho, como un verdadero tesoro. Quizá (quinto y último quizá) porque cada vez que lo veo en mis anaqueles, cada vez que lo releo o cada vez que decido consultarlo para revisar mis anotaciones me planteo cómo habrá llegado hasta aquí este libro. Y entonces, es inevitable, me acuerdo de mi adolescencia y me pregunto si, de algún modo, no le habré robado a mi primo una parte de la suya. Al fin y al cabo, todo se lo debemos al Principito.

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